Antonio, paciente de cáncer colorrectal

A mí tienen que llevarme, yo no me voy a ir.

Antonio vive en Orense y nació en una fecha llena de cuatros: el 24 de abril del 40. Está casado y tiene “cuatro hijos, a falta de uno”. Ya jubilado, trabajó en el comercio durante 55 años: “toda mi vida la dediqué a esto”. Y en los ratos libres, a jugar pachangas de baloncesto con los amigos, a entrenar, a arbitrar partidos de voleibol, a tomarse algún vaso de vino de vez en cuando… Ahora, pasa la jubilación en su finca: “tengo alrededor de unas mil cepas, arriba o abajo, y para la mujer y los hijos les pongo unas lechugas, unos pimientos, unos tomates, unos guisantes…”.

Una vida tranquila que empezó a alterarse en diciembre del año pasado: “empecé a perder peso, a no tener ganas de comer… y bueno, es una cosa progresiva, yo ya soy de poca comida, y no le concedí importancia”. Pero la situación empeoraba, a días no conseguía salir de la cama, y en enero su hija decidió que aquello no podía seguir así. Le hicieron ponerse un chándal e ir al CHUO (o, como él lo llama, “la residencia”), en contra de su voluntad. Ya en la sala de espera, Antonio seguía intentando escaparse: “trae el coche y volvemos para casa…”. Pero no se salió con la suya: “me dijeron ‘te vas a quedar ingresado’, me metieron para arriba y ahí ya la vida empieza a pegar un cambio para mí”.

Comenzaba así un largo calvario de pruebas, diagnóstico, operación, complicaciones… “De aquí no salgo ya”, recuerda que llegó a pensar. Su primera reacción fue venirse abajo, pero no duró demasiado. Se dijo: “si me vengo yo, nos venimos todos abajo. Y quieras o no, tengo que echarle cara a la vida”. Así que trató de poner la mejor actitud y de hacer todo lo posible para salir del trance, siempre rodeado de su mujer y sus hijos.

Así es como lo recuerda la doctora Mercedes Salgado en su primera consulta en Oncología: “desde el principio se le veía arropado por un caparazón de cariño impresionante. Me gusta cuando los pacientes vienen así”. También le gustó ver que tanto él como su familia le hacían muchas preguntas. Por su parte, tocaba tranquilizar, calmar miedos, transmitir que el cáncer “es una enfermedad como otra cualquiera” y que el paciente no va a estar solo. “De camino para aquí, Antonio me decía: ‘me acuerdo cuando me dijiste que nos íbamos a ver mucho’. Esa es la idea que yo busco, de acompañamiento”. Acompañar y tranquilizar al paciente, ir aclarando sus dudas e informarle para que pueda tomar sus propias decisiones sobre su futuro. Y es que para la doctora Salgado, es primordial consensuar las opciones de tratamiento con el paciente: “el enfermo no es mío ni del hospital, el enfermo es suyo. Yo estoy ahí para ayudar, y ayudar significa dar información y compartir las decisiones”.

Empecé a ver que podía vivir, que podía hacer algo. Y dije: ‘esto ya va un poco mejor.

Después de todo este proceso, para Antonio llegó por fin el día de salir del hospital. De vuelta a casa, le tocó armarse de fuerzas para superar el círculo vicioso de cama, sofá y bata. Siempre con el apoyo de los suyos, los hijos, los amigos, el socio. Todos le decían lo mismo: “hay que salir a la calle”. El primer día que lo hizo, Antonio dio las gracias porque en la acera frente a su casa hay un banco cada cinco metros: “no sé si anduve diez. Pero bueno, al día siguiente volví a bajar”. Lo tenía muy claro: “Antonio, tienes que buscarle otra solución a la vida, hay que tratar de salir adelante como se pueda”.

Así que Antonio siguió saliendo a la calle todos los días. Y empezó a tratar de comer un poquito más. Y empezó a poder ir a la finca, primero acompañado por sus hijos, luego yendo a coger el autobús. “Empecé a ver que podía vivir, que podía hacer algo. Y dije: ‘esto ya va un poco mejor’”. A día de hoy, Antonio sigue su tratamiento contra el cáncer y, por lo demás, ha vuelto a la vida normal. “Me levanto sobre las nueve y pico de la mañana, cojo un autobús que me deja en la puerta de la finca, estoy hasta la una allí, bajo a comer con la mujer, subo a las cuatro y bajo sobre las siete, esto hablando de invierno. Llego a casa y… lo que hace todo el mundo. Si la doctora lo autoriza, pues tomo un vasito de vino. Si no lo autoriza, se toma igual”.

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Al hablar del estado de Antonio, la doctora Salgado se muestra optimista: “yo le veo muy bien. Mantiene un estado general estupendo, con muy buena calidad de vida, y no veo ningún deterioro clínico ni analítico, por lo tanto, yo espero buenas noticias”. Seguirá con el tratamiento hasta que los resultados dejen de ser tan buenos y entonces decidirán cómo cambiarlo, haciendo el camino juntos. Por su parte, Antonio tiene muchísimo que agradecer a su oncóloga: “Ella fue la que más me animó, ella fue la que me dijo que había que tirar para adelante. Me dijo lo que tenía, no me lo ocultó, me dijo lo que íbamos a poner, y yo creo que sin ella yo no estaba aquí”. Tampoco se olvida de su enfermera: “vale mucho y forman un buen equipo”. Tanto es así, que no consiente que se critique al hospital en su presencia: “quien hable mal de la residencia se pega conmigo”.

Por desgracia, en la pandilla de amigos de Antonio, los de la pachanga de baloncesto, no todos han tenido la misma suerte. En los últimos años han perdido a dos por culpa del cáncer, dos Antonios como él. Ahora que también ha pasado por ello, Antonio sabe cuál sería su consejo para otro paciente: “le diría que tratara de hacer lo que hice yo, pelear por la vida. Y yo en mi vida, tengo una idea: a mí tienen que llevarme, yo no me voy a ir. […] Tú tienes que pelear, tú eres la mitad de la vida. El día que nos lleven ya nos llevarán, pero no te dejes ir. Es mi punto de vista, no sé si acertado o no, pero es el mío”.

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